sábado, 23 de octubre de 2010

La sabiduría: una visión personal


Cuando era niño, la palabra sabiduría me traía a la mente imágenes de "grandes hombres" que estaban al alcance de mi conocimiento: Jesús, Ghandi, etc; personajes que en la educación que recibí (y que supongo muchos recibieron) resaltan como hombres de bien que establecieron cánones de organización y comportamiento, y cuyo legado nos ha llegado hasta hoy. Sin embargo, hay un problema terrible con esta concepción precaria de la palabra, está plagada de demasiada inocencia, la misma que a uno le lleva a pensar: "yo también quiero ser un hombre sabio". Conforme pasan los años se hacen evidentes los sesgos de ese concepto infantil.

La sabiduría, es una propiedad que trasciende de las nociones básicas de comportamiento de un individuo, va más allá de sus conceptos morales y éticos, y necesariamente se relaciona con la forma de entender e interactuar con el prójimo, especialmente se relaciona con esto último.

Para empezar, podemos decir que la sociedad, entendida como aquello fuera de la persona, es la única que puede acuñar este adjetivo, la razón es la siguiente: Un individuo no puede denominarse sabio a sí mismo, hacerlo implica la destrucción del concepto, esto porque la afirmación de "soy un sabio" se presenta como una afirmación poco sabia, vanidosa; entonces la frase se convierte en evidencia de falta de sabiduría. En la "Apología de Sócrates", Platón hace una referencia prodigiosa a este tópico, nos presenta a un Sócrates desesperado por probar que la única razón que le hacía más sabio que ningún otro ciudadano griego era su declaración y aceptación de no serlo ("Solo sé que nada sé").

Sócrates bebiendo la cicuta. En el libro "Historia de los griegos", Indro Montanelli nos brinda una descripción elocuente del suceso en el que Sócrates decide morir como mártir por su delito: enseñar a pensar al pueblo griego


Dado que la sociedad identifica a sus sabios, cabe decir que aquello que tiene a su disposición y puede juzgar para decidir quién es o quién no, es la conducta del individuo, pues todos los otros atributos del mismo le están vedados. Podríamos decir que la conducta de una persona es el reflejo de su forma de pensar y de su personalidad, esto en un modelo ideal, pero dicho modelo está muy alejado del real; en ese caso, la conducta solo podría ser una ficción de lo que un individuo es en verdad, y la sociedad solo analizaría esta falsa imagen virtual, por tanto estaría juzgando como sabio al depravado, y viceversa; pero no puede optar por otro camino.

Además, cuando la sociedad observa a un individuo acumulando grandes cantidades de conocimiento, o haciendo descubrimientos científicos en pro de la comprensión última del universo, no lo identifica como sabio. La búsqueda de conocimiento y la obtención del mismo no implican sabiduría porque no son comportamientos aplicados al beneficio del prójimo. Incluso aquellos científicos que en este preciso momento están tratando de descubrir mejores fórmulas alimenticias o mejores tratamientos de agua potable, pese a estar utilizando la ciencia en beneficio de toda la sociedad, tampoco van a ser vistos como sabios.

Los tópicos analizados anteriormente son los que determinan que el "comportamiento social" sea el aspecto de consideración único. Así, el individuo primeramente tiene que hacer una transformación de su comportamiento natural con los demás; transformación que la sociedad pueda identificar como positiva para los demás y para él mismo. Esto es un desafío ambiguo. Planteemos un ejemplo. Si existe una terrible discusión entre miembros de un grupo social con relaciones de amor, amistad, respeto, etc, entre ellos; si empiezan a ofenderse el uno y el otro, sabio será quien pese a los insultos recibidos no tome una actitud ofensiva a la par, sino más bien quien medie por la solución del problema. No debería guardar rencores, ni tomarse los insultos o las ofensas en serio, su actitud sería relajada pero lo suficientemente grave como para imponer una solución positiva sin manejar opciones contrarias como responder a los oprobios, abaldonar, etc; para lo cual necesita una actitud que se encuentre entre la indiferencia y la importancia del problema.

En un ejemplo parecido, pero en un contexto social que no tengan que ver con relaciones cohesivas sentimentales, digamos, una pelea callejera por tráfico de drogas, aquel que tome esta actitud en vez de pasar por sabio, pasará por estúpido. Peor aún, si Platón hubiese cedido a la petición de compasión de su esclavo, hubiese pasado por un pésimo ciudadano y hubiese sido reducido al mismo nivel de esclavitud. En estos casos, si bien la mediación por la solución de un problema, o ceder a la confrontación son necesarios, se ven totalmente restringidos por aspectos incontrolables por parte del individuo: la situación emergente de la pelea y el contexto histórico social de la esclavitud griega; otra prueba más del matrimonio indisoluble de la sabiduría y la sociedad.

En última instancia, la propia fisiología cerebral presenta una restricción a la sabiduría. Nuestras reacciones negativas frente a una situación están determinadas por nuestra capacidad de identificarla como perjudicial para nuestra integridad. En un sentido psicológico la ofensa, la humillación, el oprobio, son todos desencadenantes de sistemas de defensa en la psique humana. Estos estímulos están mediados por la misma región cerebral que regula la repuesta al miedo (considerado como un factor de estrés): la amígdala. Aquellos pensamientos, o situaciones en los que la respuesta está mediada por esta estructura, tienen la capacidad de crear vías neuronales de memoria con una respuesta más rápida que aquellos circuitos que se crean a través del análisis pausado de una determinada situación; esto tiene una importancia evolutiva crucial: aquellos individuos que aprenden a identificar más rápidamente que el estímulo negativo es malo y se alejan de ese estímulo van a sobrevivir de mejor manera que aquellos que tratan de reflexionar sobre las características del objeto que emite ese estímulo; esto sucede puesto que, si ese objeto es (si pensamos en nuestro cerebro hace 45 mil años) un depredador, la lentitud es la muerte. Esta lentitud, sin embargo, en un panorama social actual, es esencial para la determinación de sabiduría, algo que se entiende a priori por el dicho "pensar, antes de actuar".
La amígdala es parte del sistema límbico, un sistema cerebral encargado de la respuesta fisiológica frente a los estímulos emocionales.

Sin embargo, si bien los estímulos negativos a los que nuestra psicología se ve enfrentada no nos van a causar la muerte o una lesión orgánica evidente, si van a mermar nuestras opciones de desenvolvimiento futuro. Si alguien es ofendido, es una repuesta mucho más espontánea y acorde con nuestro comportamiento devolver el insulto; permitir que sigamos siendo insultados es una opción irrisoria (...presentar la otra mejilla es irrisorio...) y va a ser visto como tal por la sociedad, misma que, catalogando como "incapaz" al que en realidad está actuando con sabiduría, lo va a discriminar y sus oportunidades de desenvolverse en un ámbito social se van a ver disminuidas.

Estos análisis nos llevan a una coyuntura funesta, si nuestra respuesta natural a los sucesos estresantes está determinada por nuestro cerebro a ser negativa, la situación social y el contexto histórico, y la capacidad juzgadora de la sociedad en general son los condicionantes para construir la sabiduría, en realidad vale la pena ser sabio? Esta es una respuesta muy personal. Ahora creo que ese deseo infantil de querer ser sabio solo respondía al deseo básico de todo niño de ser reconocido y querido por sus padres. Más bien, la sabiduría se me presenta como una opción circunstancial en la cual mi actitud frente a los hechos va a determinar cierto curso para la resolución de los mismos; como es una opción, dependerá necesariamente de múltiples parámetros, muchos de los cuales no estarán bajo ningún contexto en mi control, por lo tanto, el ser “sabio” será un apelativo extremadamente relativo a un momento y jamás generalizable a la globalidad de una persona en el tiempo.

Escrito por: Vakdaro (Daniel Romero)

miércoles, 13 de octubre de 2010

Obituario: Jaime Lucio Jaramillo (1944-2010)

Por: Carlos Antonio Rodríguez (el Señor Pajarito)


El pasado sábado 9 de octubre el fallecimiento del doctor Jaime Jaramillo sorprendió a muchos en la Escuela de Biología de la PUCE; sobre todo considerando que apenas el día anterior lo habíamos visto riendo y gozando de una salud aparentemente espléndida. Fue rápido y fulminante, un paro cardíaco. Ocurrió coincidencialmente cuando apenas dos días antes había lanzado oficialmente su libro acerca de la Flora del Río Guajalito, obra que recopilaba cerca de 25 años de investigaciones botánicas. A algunos días de su muerte escribo este obituario, aunque reconozco no ser una de las personas más indicadas, para dar a conocer algunas cosas admirables de su persona. Jaime hizo un enorme bien a la ciencia ecuatoriana, acercando la biología a muchos aspirantes en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), y mostrándola como una actividad exigente, pero apasionante. Su legado, así como su carisma y su carácter frontal, directo y hasta irreverente difícilmente serán olvidados.


De lo poco que puedo recordar acerca de la hoja de vida de Jaime, se graduó como licenciado en Ciencias de la Educación con mención en Biología en la PUCE, obtuvo un M.Sc. en la Universidad de Aarhus y un doctorado en Biología en la PUCE. Manejó la Estación Científica Río Guajalito, donde se realizaron varias investigaciones a nivel nacional e internacional. Fue reconocido como uno de los mayores colectores de plantas en el país, con decenas de miles de plantas ingresadas en el Herbario de la PUCE. Participó en numerosas expediciones a lo largo del país en distintos sitios remotos, algunos no bien explorados en ese entonces. Varias nuevas especies de plantas fueron descubiertas y descritas por él; algunas llevan su nombre (eg. Guzmania jaramilloi). Últimamente se hallaba en trabajos de revisión taxonómica en la familia Elaeocarpaceae y apenas el 7 de octubre lanzó su libro sobre la Flora de la Reserva Florística Río Guajalito.


A Jaime lo conocí hace apenas 5 años, cuando fue mi profesor de Botánica I en la PUCE. La primera impresión no fue exactamente la que uno se esperaría frente a un inminente de la biología en el país. Entre sus lecturas, recuerdo que alguna vez hizo una extraña referencia a la fotosíntesis en los humanos: hay que reconocerlo, Jaimito no empleaba la mejor ortodoxia cuando se trataba de dictar sus cursos académicos. Sin embargo, también se debe reconocer que cuando se adentraba en su campo de experticia, la taxonomía botánica, no quedaba duda alguna de cuán bien dominaba el tema. La reciente charla del lanzamiento de su libro es hasta la fecha una de las más amenas y didácticas a las que he asistido en la facultad. La información que podía brindar acerca de una especie de planta en particular podía ser exorbitante, no sólo en cuanto a taxonomía, sino también en ecología, usos étnicos y hasta anécdotas personales. Su agudeza para la identificación de especies era una habilidad muy especial, hasta el punto que a veces había que hacer esfuerzos exhaustivos para seguirle el paso en las clases de Flora del Ecuador.


Fuera de lo académico, Jaime era todo un personaje. En cualquier piso del edificio de Ciencias Biológicas podía escucharse su estruendosa voz y sus constantes risas. Con ello, decía él, pretendía contagiar de entusiasmo a otros y acabar con muchas caras aburridas. No había una sola salida de campo que pase sin que usara sus característicos apelativos, de los que nosotros éramos las víctimas. “Cara de guatuso”, “cuarto de pollo”, o "espíritu maligno", provocaban las risas que nos distraían por un momento del fatigoso ejercicio de distinguir entre violáceas, fabáceas, moráceas, rubiáceas, cesalpinoideas, etc, etc. Pero a pesar de todo, uno sentía cierta comodidad para conversar con él sobre cualquier tema, que no necesariamente involucrase un taxón o a la fitogeografía de por medio. En medio de estas discusiones despuntaba con frases célebres como: “Sólo dos cosas hay que temer, las culebras en el monte y las mujeres en la casa”, o “El matrimonio es como el cholán (fabácea), al inicio flores y luego sólo vainas”. El hombre también tenía sus dotes de buen consejero; una de sus recomendaciones, que aquí viene muy al caso, era que porque precisamente la vida es una sola, hay que sacarle todo el provecho que se pueda. Es aquí y ahora, y no hay que buscar más oportunidad para pagar por nuestros errores o disfrutar de las gratas experiencias que se nos presentan. Simple y real. Jaime proyectaba un aire de haber vivido la vida a su estilo.


Las salidas de campo con él siempre serán memorables. Recuerdo que muchas de las zonas más especiales del austro ecuatoriano las conocí en una salida suya. Sitios de los que sólo había leído antes se me hicieron tan cercanos aquella vez: Cajanuma, Bombuscaro, Puyango, Macará, Alamor, Zapotillo, entre otros. Cada vez que llegaba a un lugar se emocionaba cuál niño con juguete nuevo; y creo que tal vez las salidas eran un pretexto para que podamos comprender esa emoción suya. Ahora he regresado más de una vez al Austro por motivos de mis investigaciones personales, y todavía saltan de forma automática en mi cabeza algunos nombres de plantas (Axinaea, hidrangeaceae, Drimys ecuadoriensis, Pouteria lucuma, Oreocallis grandiflora); es inevitable, como cuando la recapitulación de un sueño poco después de despertar trae memorias que uno las daba por borradas hace mucho.


Una de sus mayores cualidades podía ser vista como terquedad, necedad, o pasión. Al respecto, recuerdo cómo arrancaba una muestra de laurel negro cerca de Puyango, mientras una guía del Bosque le reclamaba temerosamente en baja voz, “señor, no puede cortar las ramas”, y aquél, obstinado, le respondía sin despegar la vista del árbol, “Ahh, esto es ciencia, ¡carajo!”.


Jaime era un tipo sencillo, trabajador y entregado profundamente a su ciencia y la docencia. Era una de esas personas que es mejor conocerlas en el campo, con el lodo hasta la cadera conversando sobre un tronco resquebrajado, en medio de una nube de mosquitos y después de haber pasado largo tiempo entre los matorrales. O alrededor de una mesa, con unas cervezas frías y unos especímenes esperados a ser descritos. Momentos de los que yo no puedo decir haber participado tanto como lo hubiese querido, en parte por mis distintos intereses de investigación. Talvez por ello no soy la persona más adecuada para redactar este obituario. Pero algo conocí de él, y además puedo decir orgullosamente que en un par de ocasiones depositó su confianza en mí persona permitiéndome que formara parte del equipo de asistentes en la salida introductoria a la biología de campo para los novatos de la carrera. Así que en cierta forma le estoy agradecido, y ello solamente constituye ya un motivo para dedicarle estos párrafos en el blog. Pero además, este escrito sirve también a otro propósito, cercano a la misión del Quinto Pilar. Ésta es la de mostrar que el científico también se engrandece en la práctica y el roce con su esfera social y humana. Personas como Jaime nos ayudan a destrozar la vieja idea popular del científico visto como un ser distante, frío y calculador que vive en una especie de limbo de las ideas donde dice ser dueño de una verdad dogmática. Esa imagen que muchas veces es usada como un escudo para hacer frente a las inseguridades personales no iba con él. Y aún así, no dejaba de ser uno de los botánicos más reconocidos en su campo. Al igual que muchos en la escuela de Ciencias Biológicas, espero que no se pierda su legado y de esta forma permanezca viva su memoria entre nosotros.