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domingo, 11 de mayo de 2008

Inmortal (II Parte)

Para ver la primera parte, haz click aquí.
Salvador Dalí - Niño geopolítico mira el nacimiento de hombre nuevo

De las ciudades, sólo quedan sus esqueletos; de los humanos, ya ni eso. Pero el inmortal, cuyo cuerpo se nutrirá más allá de que se haya exprimido el último alimento de la Tierra, sigue vagando por el mundo e interactuando con sus criaturas. Llega a una llanura y aquí se instala por unos cuantos milenios. Su presencia es tan influyente que todo a su alrededor trata de adaptarse a él. Ya que ha dejado de percibir la intimidad de los individuos, centra su atención en la población, la pluralidad. Aquellas especies que más lo entretienen obtienen mayor beneficio. Las abejas construyen panales diseñados especialmente para que él pueda beber su miel; no ve a las abejas, todos sus actos son efímeros, al igual que su propia vida. Pero sí puede ver los panales, con la miel rebosante presentada en copas de bellos acabados hechos con cera. Se necesita más de una generación de obreras para llenarla; para el inmortal las copas se llenan mágicamente, de algún espíritu presente en el aire. Aunque se ha dado cuenta que debe dejar intacto el panal si quiere volver a probar bocado de la espesa bebida. De vez en cuando encuentra una copa cuya miel tiene el sabor de las plantas de los bosques que él ha visitado y que traen multitudes de recuerdos a su mente. Éstas son las cráteras preferidas, y también aquellas con las más bellas decoraciones (hubo una en la que encontró grabada en cera un retrato de imagen de la ciudad que lo acompañó tantas décadas, y quien él mismo enterró), y son las mejor cuidadas por él. Así como las abejas, otros organismos evolucionan para proveerle comodidades, a cambio de protección. Sin embargo sus favoritismos son un atento a la diversidad, y tarde o temprano evoluciona un organismo capaz de causarle molestias, y obstaculizar su camino. Él no puede observarlo, y no puede sacarse esa pequeña astilla invisible, y muy humildemente emprende la retirada. A cualquier sitio que vaya no será bien recibido. Incluso lo inerte se atreve a desafiarlo: espirales de nubes tempestuosas emprenden ensordecedora arremetida contra su incólume cuerpo; los volcanes sienten su presencia poco grata y vomitan ríos de lava para turbarlo. Por doquiera que el inmortal viaja infunde vida, pero pronto ésta se muestra rebelde, como lo ocurrido a Prometeo. Siempre esta rebeldía nace por la inconformidad del sometimiento a un único proveedor que determina la forma y circunstancias de su ambiente de acuerdo a su propia mentalidad, cuando las posibilidades existenciales pueden ser mucho mayores que lo que aquello pueda dictaminar. Reflexionando en esto, el inmortal se da cuenta que ha observado tantas maravillas en el mundo, tantas formas, que le es absurdo seguir manteniendo un cuerpo tan limitado, y durante los próximos milenios se dedica a transformarlo a su parecer; a convertirlo en roca, en líquido, a veces en plasma; las posibilidades creativas son infinitas. Primero modifica sus miembros, para desplazarse en formas distintas; con mayor número de extremidades puede saltar valles con mayor prontitud; o si lo desea, puede movilizarse sobre gas y convivir más tiempo con instancias celestiales. Ya ha conocido el manto y núcleo terrestre, deslizándose sobre su roca fundida. Luego no quiere simplemente cambiar los zapatos sobres los que camina y resuelve también transformar el ritmo de latencia de su propia vida. Cambia su corazón y voluntad propia resuelve cuándo debe éste latir más a prisa o incluso de vez en cuando descansar un par de años. Tranforma su sistema digestivo para nutrirse de distintas variedades de objetos que el mundo le pueda ofrecer. Y en un momento determinado resuleve que incluso su forma de pensar impone limitaciones a su movimiento, y también lo transforma. Experimenta en su cerebro, cambia su composición y atiende a la nueva percepción de la realidad. A veces se ensemisma en uno y otro sistema de pensamiento, y luego vuelve a cambiar su naturaleza. Tras milenios de haber hecho esto se da cuenta que no necesita desplazarse más por el mundo y simplemente crea nuevas realidades en su imaginación, que le trae más satisfacción que lo que ocurre fuera. Mientras transcurre su tiempo de esta forma, afuera las cosas han cambiado; ya no hay Tierra, ni Sol. El inmortal flota en el vacío celestial, cual si fuera otra estrella, revolviendo pensamientos en su soledad absoluta. Incluso las emociones han entrado en tela de juicio y logra separarse de ellas. Tan vasta ha sido su vida que no podría decirse que sólo fue una persona; él ha sido todas las personas que existieron en la Tierra, e incluso el mismo mundo. Ahora, cuando el Universo está próximo a colapsar, él mismo se ha convertido en el Universo. Su pensamiento se ha extendido más allá de las barreras lógicas comprensibles. Para el inmortal vida y muerte no son nada más que sinónimos. El inmortal siempre lo fue, desde antes que naciera; ya ni el tiempo guarda un registro único de su existencia, y él ha estado desde que el Universo se originó, y más allá de sus posibilidades.

Si un inmortal existiera en el mundo, su presencia sería imperceptible, ya que no puede ser afectado por lo que hagamos, y pronto desaparecería de nuestras mentes, porque es mejor olvidar algo con lo que no puedes interactuar. Así que es posible que hayan uno o varios inmortales por ahí vagando en el mundo, que sean humanos, y a la vez no lo sean. Si son capaces de sobreponerse al tiempo, entonces serían como viajeros que verían toda dualidad como un par de columnas distantes entre ellas, y cuando se alejan de ellas se juntan en el horizonte; así, ante los ojos de alguien que pueda sobrevivir a la humanidad, bien y mal son lo mismo. Y en última instancia es lo mismo el todo y la nada, el sentido y el sin sentido, vivir y morir. Así que en cierta forma todos somos inmortales, y a la vez no lo somos.

Escrito por: Carlos Antonio Rodríguez (Cetrero)

miércoles, 23 de abril de 2008

Inmortal

Rind - Mauritius Escher

Por: Carlos Antonio Rodríguez

Si a una persona se le diese el don de la inmortalidad, al principio no sería distinta a cualquier otra persona. Estaría rodeado de amigos, familiares, compañeros, de una esfera social completa. Luego, con el pasar del tiempo, se daría cuenta que la gente es ahora prescindible en su vida, y van desapareciendo, ya sea porque deban emprender un viaje, ya sea porque fueron olvidados después de una placentera charla acompañada de un estimulante ambiente, la luz, la música, las paradojas de la vida... y simplemente no se pudo volver a verlos. O también porque al igual que esos estimulantes y el ambiente, las personas son pasajeras y tienen un período que culminar en el mundo; pero para nuestro sujeto, incluso el mundo es tan solo una idea pasajera. Entonces sufriría por sentirse abandonado, por la pérdida irreparable de sus amigos cercanos. Para encontrar sosiego y consuelo se alegraría con el alumbramiento de las nuevas generaciones. Jugaría con los niños y sonreiría con los tiernos infantes inocentes de cualquier vicisitud mundana. Ellos crecerán, y aquel podrá reemprender sus proyectos inconclusos, debido a la futilidad de las vidas de quienes antes lo acompañaban. Al amigo que conoció en un pueblo de una bahía pesquera en Inglaterra ahora lo encuentra en un golfo sudamericano, con las mismas ideas y aspiraciones, sólo que con un cuerpo e historia genealógica distintas. Comprendería que son los pensamientos los que sobrepasan al individuo, los primeros saltan de cuerpo en cuerpo, de persona en persona.

Harto de este devenir se da cuenta que ya no refleja el mismo interés por las personas, pues ya ha conocido bastante sobre ellas. Cuando alguien le hace una pregunta acerca de sus viajes, él demora tranquilamente semanas o incluso años en contestarla. La rutina del contacto humano extrapolada a cientos de lustros lo ha convertido en un apático. De hecho, ya no reconoce rostros, tan solo transeuntes, todos moviéndose agitadamente por darle movimiento a los miembros de los leviatanes que construyen. El inmortal estuve presente en el centro de una plaza durante décadas, más de una generación lo vio y pensó que se trataba de un monumento; una suerte de hiperrealismo que refleja el climax de la vanidad humana. Pero en realidad él no es de piedra, todavía se mueve, pero tiene todo el tiempo del mundo, y no le importa si en lo que se demora en levantar un dígito toda una vida ejemplar acontece a su alrededor.

Se siente sólo, y decide interactuar. Fija su mira en un organismo más perenne. Ahora le habla a la ciudad. Desde la nueva perspectiva adquirida se trata de una amiba inteligente, dinámica e interactiva. Él le pregunta, "Oye, ¡¿Cómo estás?!", la ciudad le dice, "Bien gracias, tratando de sobrevirir a esta década". ¿Cómo ocurre esto?, muy fácil; la ciudad no le responde en el instante y no lo hace directamente. Él lanza la pregunta y espera una respuesta; la presume. Observa durante el transcurso de un década cómo la ciudad se mueve y desarrolla y a partir de ello él deduce la respuesta. Una década es para él menos que un segundo, así que bien podría decirse que le habla al ciudad y ella le habla a él (a fin de cuentas, ¿Qué certeza tenemos de que al hablar a otras personas éstas nos responden directamente?). Ella es su única compañía; sin embargo él comprende que su organización se basa en un sistema intranscendente, y algún día deberá morir. Desde su postura simbológica se ha intrometido tanto en el crecimiento de la ciudad que ella le acompaña a dónde el vaya, le obedece y de vez en cuando se resiente cuando siente que ha sido olvidada. Ella es su perrito faldero. Pero llega el día en que sus miembros ya no sienten el rigor del aire y ella ya no escucha el llamado de su amigo. Él le provee de sepultura, y prepara las exequias. ¿Cuánto tiempo se necesita para que un solo hombre entierre una ciudad?, no importa si son siglos, aquel tiene todo el tiempo del mundo. (Continuará....)
Escrito por: Cetrero