lunes, 9 de junio de 2008

El cable de transmisión

Por: Carlos Antonio Rodríguez (Cetrero)

Tuve una máquina. Nadie conoce bien cuál es en última instancia su función; por el momento sé que movía unos pistones que echan a andar un sistema de tracción muy peculiar. En ciertos momentos parecían son patas, a veces ruedas, e incluso salen unas alas. Pero los verdaderos componentes de este mecanismo eran solamente 4 tubos flexibles que pueden moverse en muy distintas formas; y es por esto que a veces parecían patas, ruedas o alas, pero eran sólo figuras que nacen de la correcta armonía del movimiento de los tubos. Había una caja negra que almacena algún misterio en la máquina; sea lo que sea estoy seguro que ahí residía el centro de control del artilugio. Conectando la caja y el eje principal del sistema de tracción había un cable que transmitía un fluido. Hubieron tardes en que me deleitaba observando como fluía aquello, tan viscoso como una resina; el cable era semitransparente y uno podía ver claramente cómo se bombeaba el líquido. A pesar de su espesura, nunca había visto una sola vez en que haya habido congestión. Es como si alguien le diera pequeños empujoncitos desde adentro, y luego se hace cada vez más difícil el fluir y ahí más bien parecen masajes. Esta sensación de equilibrio (de no ver un chorro potente dea agua ni tampoco un espeso grumo de aceite), y la del masaje, es lo que produce en mí el deleite en contemplar el cable. ¿Para qué será? Todo el esfuerzo dirigido hacia un único punto en la maquinaria; un esfuerzo que produce armonía y coordinación.
Un día, vino un amigo a contarme que había encontrado un cable similar tirado en algún punto del desierto. Vi pues la manguerita, con el aceite solidificado en su interior. Me sugirió que intentara cambiarle el cable de mi máquina por este otro, sólo a ver qué pasa. La idea me pareció repulsiva; ¿Cómo iba yo a cambiar ese membrana tan fresca y jóven, por esa maltrecha manguera?. Me dejó con el cable como un obsequio, y luego prosiguió su camino. Yo me quedé, como siempre, contemplando el oscilante andar de mi extraña posesión. Esta idea de cambiar el cable fue algo que siempre me abordó. Pasé mucho tiempo pensando cómo iría a hacerlo, si siempre pasaba activa; además, no quería yo comprometer alguna pieza clave en el sistema. Comprendí que primero debía hacer que disminuya su actividad; hacerla que transite por un terreno donde ella no busque esforzarse tanto. Así que fui experimentando varias cosas; graba, arcilla, lodo, agua, brasa caliente, y no lo conseguí. Entendí que de alguna forma la máquina necesita del Sol para funcionar, así que utilizé un sistema de espejos para aumentar la cantidad de rayos incidentes sobre sus paneles. ¡Qué sagaz de mi parte!, modestia aparte. Al instante detuvo su caminar. Era como si le gustara quedarse ahí, recibir tanto alimento, ya no lo hací por necesidad sino por placer (o al menos eso es lo que me imaginaba). Con su ritmo vertiginosamente disminuido me acerqué con cautela; el fluido todavía seguía siendo bombeado, con el mismo caudal. Una hora de realjamiento visual después procedí a la parte sucia; con ambas manos sujeté el cable, y halé con todas mis fuerzas... No logré nada. Yo no era lo suficientemente corpulento para siquiera causarle una embolia, porque no lograba ni apretarlo. Talvez yo no podía; pero ella sí. Me idee una forma de llevarlo a una trampa. Retiré los espejos y los escondí en una quebrada donde para llegar a ella había que cruzar a través de un estrecho desfiladero, con muchas piedras punzantes que sobresalían en la pared. Al darse cuenta ella que su cómoda casa se había desplazado, intentó meterse en la grieta y avanzar hasta donde se veía la luz. Las piedras raspaban las columnas, pero no era gran cosa. Pude ver el sistema de tracción en su máxima expresión; ahora ante mi vista asomaban taladros, abanicos de metal, e incluso parecía que a veces se hacía agua; todo para intentar llegar al sitio de los espejos; ahí me estaba mostrando lo mejor de sí misma, cosas de las que no me había percatado. Y finalmente, la canallada. Cuando hubo avanzado 100 metros, a escasos 44 de la meta, el cable quedó atorado en un filo de piedra. Trató desesperadamente de avanzar, sin percatarse de lo ocurrido. las rocas se trituraban bajo las columnas, mas no aquella que verdaderamente era su perdición. Logró avanzar unos escasos centímetros, y vi cómo iba a ser desprendida la roca desde sus cimientos; presto a aceptar mi frustración, escucho un estallido. Un chorro de aceite de varios metros de altura cortaba el aire produciendo ensordecedor chirrido. El cable serpenteaba horriblemente una vez que se cortó la comunicación con el eje de tracción. La máquina trató de salir raudamente de la situación trepando por una de las paredes hasta encontrarse a salvo, ya no quería ir al lugar de los espejos. Ya depuesto del peligro de las piedras, me di cuenta que aquello que hizo para su salvación no podía ser algo que venía de la caja negra, sino de algún otro mecanismo presente; una especie de piloto automático mucho más simplón que los movimientos comandados por la caja negra. Pobre mi máquina; empezó a andar sin arte. Ante la roca más pequeña huía y cambiaba su rumbo; ya no podía coordinar los movimentos de sus tubos con la gracia de antes; ahor sólo se manjeba en ese piloto automático. Yo no podía hacer mucho por ella, cada vez que quería acercarme había el peligro de que el cable, en su interminable serpentear, me llegara a lastimar con un fuerte latigazo; y bueno, también confieso que no quería ensuciarme con el aceite que chorreaba a borbotones. Antes, el movimiento del fluido causaba una sensación de placer, todo iba al mismo centro en la máquina. Pero ahora era rociado y desperdiciado en derredor; una enorme mancha grumosa en el suelo delataba su cercana presencia. A pesar de abandonarla de esta forma, siempre seguí sigilosamente su rastro, en las noches acampaba cerca, donde me abordaban pesadillas de culpabilidad. Soñaba que yo residía en la caja negra y tenía la desesperación de no saber qué ocurría con mis órdenes, por qué el sistema se mueve hacia donde yo no le pido ir; en el sueño intenté una vez ahogarme en el aceite para evitar mi desesperación, pero no había caido en cuenta que estaba encerrado en la caja negra y aquello era imposible. Después de semanas de observarla con sigilo pude resolver el patrón de su trayectoria. Con el propósito de arreglar las cosas coloqué los espejos en el camino, a ver si lograba detenerla y así buscar una solución. Qué tonto de mi parte; ella no se inmutó cuando pasó a un lado de los espejos, e incluso los ensució y cubrió con el aceite. Hubo ratos de humor entre tanta desgracia; por ejemplo, una vez el cable se atoró en un orificio en la tierra, y ahí se detuvo un poco ese peligroso vaivén. Bombeaba su aceite haci el suelo, como si se tratara de su propio cuerpo; es más, algunas veces le vi tratando de hacer conexiones disparatadas con muchos estraños objetos, a pesar de que la verdadera conexión se hallaba a escasos centímetros del problema. Pero aún así, mi sentimiento de culpa me vencía. Me di cuenta de que yo fui el problema inicial; y que así como logré que ella misma se metiera en el enredo, era ella quien debía salir. Pero esta vez sentí que yo ya no podía mostrarle cómo hacerlo; pude enseñarle el camino que conducía al desorden, pero eso era cuando ella todavía era cuerda, ahora cualquier cosa que quisier hacer para ella ya no valía la pena. Me alejé, pero siempre con el deseo que talvez logre encontrar un nuevo risco donde las rocas faciliten la tarea de encontrar el encaje del cable; o que falle el piloto automático y le haga caer en un abismo y termine todo ahí, por su propio bien. Yo ahora me encuentro solo, y cómo único recuerdo de aquella asociación tengo un cable oxidado y grumoso en el bolsillo por el que alguna vez empezó su desdicha.

Escrito por: Cetrero

domingo, 8 de junio de 2008

Casualidad


Fluye con suavidad un hilo de agua en medio de las rocas. El sonar propio de ese fluir deleita los espíritus más rudos e imbuye a los oyentes de una paz maravillosa.
Que belleza la de la naturaleza, que hermosa armonía la del universo, que estado de perfección tan austero y caro para nuestros ojos es el amanecer o el ocaso del sol; como los colores de la noche se entremezclan con los primeros rayos blancos para crear ese rosa inspirador de creencias y religiones; como una llama roja que se extingue en el horizonte al oeste marca el principio de la noche.
Nosotros tenemos la dicha de apreciarlos, pero sin nosotros ¿seguirían ahí? Pues sí, no forman parte del entorno para nosotros, responden a fuerzas y mecanismos que a lo largo del tiempo se han instaurado para permitir que una armonía tal se establezca.
Nada de eso responde al principio de un creador, esa posibilidad es inapropiada…Para probar eso solo tenemos que ver alrededor de nuestro planeta: los hermanos solares Júpiter, Saturno, Venus…son igual de hermosos, un conjunto de casualidades los han puesto en su lugar, les han dado sus respectivas apariencias.
La suma de casualidades crea la armonía ideal pues las combinaciones más favorables son las que se mantienen y prevalecen. Existen en algunos lugares del universo los mismos ensayos de prueba y error que debieron a larga crear el mundo que conocemos: son estos ensayos agrupados bajo el nombre de selección natural los que a lo largo de nuestra corta existencia en la tierra nos han moldeado como lo que somos; y somos más grandiosos: los seres vivos dotados de entendimiento se han enfrentado a la casualidad y al azar para ser ellos quienes se gobiernen y gobiernen además su alrededor. Sobre este poder, los seres humanos gozan de una capacidad singular para encarar la casualidad y destronarla.
Así se enfrentan el joven contra el sapiente anciano: la razón que trata desmesuradamente de conocer para comprender y en última instancia reproducir o mejorar lo que le rodea; y la casualidad que con sus “prueba y error” infinitos termina escogiendo el camino más favorable y eficaz.
Pero el enfrentamiento es planeado, es fraguado pues ¿No es el joven desafiante otro producto del mecanismo infinito con el que el anciano crea el resto del universo?
Esto aparte, el joven tiene límites inquebrantables que se imponen como resultado de su propia armonía y de su capacidad; sin embargo es creativo y explota su recurso al máximo para que incluso con abstracciones atacar esa casualidad.
Así la mayoría de creaciones humanas no pueden ser consideradas simplemente como azarosas, responden al por qué de los autores que después de todo son también hombres. ¡Pero qué asombrosas creaciones!, ¡Qué armonía la que puede construir con la razón también el hombre!
Cuando luego de recorrer algunos kilómetros los ríos confluyen en una majestuosa cascada para caer 150 metros y continuar su curso dejando todo a su alrededor lleno de vida; así mismo los violines, los cellos, los vientos se conjugan con el coro de voces y confluyen en un mismo cauce para resonar con estruendo en el auditorio cuando se marca el último respiro de la novena sinfonía de Beethoven.

Escrito por: Vak
Fotografía por Vak: Cacada de San Rafael, Napo-Ecuador

domingo, 1 de junio de 2008

Sobre el gusto

Luego de comprender de somera forma la intención primordial de la apreciación artística he llegado a la conclusión de que existe un método universal inherente a toda la humanidad para apreciar las formas.
Esta conclusión llegó al lugar donde confluyen mis ideas porque sin querer crucé por el proceso del que ahora tengo conciencia parcial. Y llegó tras leer los clásicos más accesibles a todo el mundo, los más leídos y los menos comprendidos: La Iliada y la Odisea.
La forma de apreciar a estos y a cualquier obra artística varía dependiendo de la persona calificadora, pero el conocimiento del contexto de la obra es un requisito primordial para cualquier forma de apreciación respetable. Si bien es cierto, muchos criterios difieren pero no sin ninguna razón aquellos dos clásicos son considerados los poemas épicos más importantes de la historia.
No hay ninguna duda en que el interés propio juega un papel determinante a la hora de querer conocer o no un trabajo; pero lamentablemente nadie nunca se ha dedicado a enseñar a apreciar. El entorno, la sociedad, la familia, nos dan una lección pobre: si te gusta, te gusta; sino, no. Dicha lección se acompaña de su respectiva justificación, fundamentada en la despreocupación generacional por dicha enseñanza y la vagancia intrincada en el diario vivir. Es como que ahora solo se gastara tiempo en cumplir con los deseos más animales, más viscerales; y esto ocurre porque cumplir con estos deseos no implica ningún tipo de esfuerzo. Por ejemplo, uno de los deleites contemporáneos, con una larga trayectoria de existencia, es mirar televisión. Dejando a un lado las producciones merecedoras de aplausos, aproximadamente el 90% de la programación no es más que repeticiones cada vez más vistosas de un mismo tema (novelas). Pero obviamente ¿qué esfuerzo propone el acostarse en la cama a “disfrutar” de la vista?
Son contados los que se dan cuenta de las ventajas de la apreciación profunda, entre muchas otras una satisfacción multiplicada por algo que tuvo un gusto inicial y (personalmente la más importante) la fijación más duradera de determinada forma en la memoria. Al menos en el caso de los poemas épicos antes mencionados una lectura ligera de los mismos no permite al lector ni la comprensión completa de la obra, ni el recuerdo veraz de sus partes apoteósicas que pueden estar en cualquier sitio del inextricable mundo que proponen.
Para estas fechas (veinte años de amargura sin nombre) la mayor parte de personas, por orden de los respectivos programas de literatura para la enseñanza, han leído la Odisea…todavía interrogo esperanzado: ¡Salve padre huésped! ¿Qué numen te ha inspirado a cruzar el vinoso ponto para encontrar la patria tierra? Nunca encuentro respuesta más allá de la sonrisa.
Una obra de arte es como una especie de laberinto tramposo: tiene varios caminos de salida, algunos tan sencillos de atravesar que para el especialista no valen la pena y otros tan nudosos que son un reto, que implican esfuerzo y que salir de ellos provoca tal satisfacción que el recuerdo de las experiencias vividas dentro del mismo les acompañan el resto de los días.
Como ya mencioné, uno de los grandes problemas de mis congéneres radica en el erróneo concepto del gusto, la dicotomía molesta del “si me gusto” y “no me gusto”. Esta apreciación de la estética con carencia absoluta de profundidad se vuelve inocua, inconcebible y, personalmente, desechable.
¿Cómo uno puede dedicarse a leer un libro si la recomendación se limita al “Me gusto mucho” o en su defecto “tiene un buen mensaje”?
El concepto de “el mensaje de la obra” puede quedar relegado a un segundo plano si se busca más bien el “objetivo de la obra”. La diferencia crucial entre ambos es que el mensaje de la obra puede ser tranquilamente dependiente del ánimo imperante del observador de una pintura al momento de mirarla. El objetivo mas bien se centra en el significado real de determinado simbolismo; implica el querer especular en el “¿qué quiso decir?” una pregunta de respuesta imposible sino se acompaña con el “¿quién era?”, “¿por qué lo quiso decir?” y “¿cuándo lo quiso decir?”…
Escrito por: Vak

domingo, 11 de mayo de 2008

Inmortal (II Parte)

Para ver la primera parte, haz click aquí.
Salvador Dalí - Niño geopolítico mira el nacimiento de hombre nuevo

De las ciudades, sólo quedan sus esqueletos; de los humanos, ya ni eso. Pero el inmortal, cuyo cuerpo se nutrirá más allá de que se haya exprimido el último alimento de la Tierra, sigue vagando por el mundo e interactuando con sus criaturas. Llega a una llanura y aquí se instala por unos cuantos milenios. Su presencia es tan influyente que todo a su alrededor trata de adaptarse a él. Ya que ha dejado de percibir la intimidad de los individuos, centra su atención en la población, la pluralidad. Aquellas especies que más lo entretienen obtienen mayor beneficio. Las abejas construyen panales diseñados especialmente para que él pueda beber su miel; no ve a las abejas, todos sus actos son efímeros, al igual que su propia vida. Pero sí puede ver los panales, con la miel rebosante presentada en copas de bellos acabados hechos con cera. Se necesita más de una generación de obreras para llenarla; para el inmortal las copas se llenan mágicamente, de algún espíritu presente en el aire. Aunque se ha dado cuenta que debe dejar intacto el panal si quiere volver a probar bocado de la espesa bebida. De vez en cuando encuentra una copa cuya miel tiene el sabor de las plantas de los bosques que él ha visitado y que traen multitudes de recuerdos a su mente. Éstas son las cráteras preferidas, y también aquellas con las más bellas decoraciones (hubo una en la que encontró grabada en cera un retrato de imagen de la ciudad que lo acompañó tantas décadas, y quien él mismo enterró), y son las mejor cuidadas por él. Así como las abejas, otros organismos evolucionan para proveerle comodidades, a cambio de protección. Sin embargo sus favoritismos son un atento a la diversidad, y tarde o temprano evoluciona un organismo capaz de causarle molestias, y obstaculizar su camino. Él no puede observarlo, y no puede sacarse esa pequeña astilla invisible, y muy humildemente emprende la retirada. A cualquier sitio que vaya no será bien recibido. Incluso lo inerte se atreve a desafiarlo: espirales de nubes tempestuosas emprenden ensordecedora arremetida contra su incólume cuerpo; los volcanes sienten su presencia poco grata y vomitan ríos de lava para turbarlo. Por doquiera que el inmortal viaja infunde vida, pero pronto ésta se muestra rebelde, como lo ocurrido a Prometeo. Siempre esta rebeldía nace por la inconformidad del sometimiento a un único proveedor que determina la forma y circunstancias de su ambiente de acuerdo a su propia mentalidad, cuando las posibilidades existenciales pueden ser mucho mayores que lo que aquello pueda dictaminar. Reflexionando en esto, el inmortal se da cuenta que ha observado tantas maravillas en el mundo, tantas formas, que le es absurdo seguir manteniendo un cuerpo tan limitado, y durante los próximos milenios se dedica a transformarlo a su parecer; a convertirlo en roca, en líquido, a veces en plasma; las posibilidades creativas son infinitas. Primero modifica sus miembros, para desplazarse en formas distintas; con mayor número de extremidades puede saltar valles con mayor prontitud; o si lo desea, puede movilizarse sobre gas y convivir más tiempo con instancias celestiales. Ya ha conocido el manto y núcleo terrestre, deslizándose sobre su roca fundida. Luego no quiere simplemente cambiar los zapatos sobres los que camina y resuelve también transformar el ritmo de latencia de su propia vida. Cambia su corazón y voluntad propia resuelve cuándo debe éste latir más a prisa o incluso de vez en cuando descansar un par de años. Tranforma su sistema digestivo para nutrirse de distintas variedades de objetos que el mundo le pueda ofrecer. Y en un momento determinado resuleve que incluso su forma de pensar impone limitaciones a su movimiento, y también lo transforma. Experimenta en su cerebro, cambia su composición y atiende a la nueva percepción de la realidad. A veces se ensemisma en uno y otro sistema de pensamiento, y luego vuelve a cambiar su naturaleza. Tras milenios de haber hecho esto se da cuenta que no necesita desplazarse más por el mundo y simplemente crea nuevas realidades en su imaginación, que le trae más satisfacción que lo que ocurre fuera. Mientras transcurre su tiempo de esta forma, afuera las cosas han cambiado; ya no hay Tierra, ni Sol. El inmortal flota en el vacío celestial, cual si fuera otra estrella, revolviendo pensamientos en su soledad absoluta. Incluso las emociones han entrado en tela de juicio y logra separarse de ellas. Tan vasta ha sido su vida que no podría decirse que sólo fue una persona; él ha sido todas las personas que existieron en la Tierra, e incluso el mismo mundo. Ahora, cuando el Universo está próximo a colapsar, él mismo se ha convertido en el Universo. Su pensamiento se ha extendido más allá de las barreras lógicas comprensibles. Para el inmortal vida y muerte no son nada más que sinónimos. El inmortal siempre lo fue, desde antes que naciera; ya ni el tiempo guarda un registro único de su existencia, y él ha estado desde que el Universo se originó, y más allá de sus posibilidades.

Si un inmortal existiera en el mundo, su presencia sería imperceptible, ya que no puede ser afectado por lo que hagamos, y pronto desaparecería de nuestras mentes, porque es mejor olvidar algo con lo que no puedes interactuar. Así que es posible que hayan uno o varios inmortales por ahí vagando en el mundo, que sean humanos, y a la vez no lo sean. Si son capaces de sobreponerse al tiempo, entonces serían como viajeros que verían toda dualidad como un par de columnas distantes entre ellas, y cuando se alejan de ellas se juntan en el horizonte; así, ante los ojos de alguien que pueda sobrevivir a la humanidad, bien y mal son lo mismo. Y en última instancia es lo mismo el todo y la nada, el sentido y el sin sentido, vivir y morir. Así que en cierta forma todos somos inmortales, y a la vez no lo somos.

Escrito por: Carlos Antonio Rodríguez (Cetrero)

lunes, 5 de mayo de 2008

Una condición humana

Cuando se mira al cielo en la noche, siempre se ven esas centellas perpetuas que se denominan estrellas. El exceso de luz a nuestro alrededor contamina la pureza del cielo y tan solo nos deja ver las que por su brillo se distinguen en el ágora de las alturas nocturnas; si pudiéramos eliminar dicho exceso lumínico nos daríamos cuenta que en realidad son centenares y que realmente son incontables.
Conforme pasan las horas y aparece desde el oriente pacientemente un nuevo paisaje pareciera que es el turno de que otro conjunto infinito pueble ahora nuestro campo visual. Pero no es otro, no hay más de un infinito…la condición de infinito se acompaña necesariamente de la idea de un absoluto, no puede haber dos o tres infinitos dentro de una misma categoría pues el hecho implicaría que cada infinito fuera limitable cayendo en una paradoja errática. De la misma forma el absoluto no admite intromisiones, en un mismo tema no es posible otro absoluto.
En una visión más macro, dejando los objetos estelares, consideramos que el universo (por así decirlo pues en realidad me refiero a la existencia al unísona de todo) es el verdadero infinito, el verdadero incontable al que todas las cosas pertenecen y que de hecho es inconcebible.
Las ideas de infinitos y absolutos, son ideas que nuestra mente necesita para aceptar sus propias limitaciones; son una de las estrategias más fortuitas que poseemos para tratar de no sentirnos vacíos por tal inmensidad.
Simple sería que ese sentimiento de vacío cediera sino fuera una condición necesaria del hombre, si tuviéramos la certeza de que una larga jornada (45 años de vida por ejemplo) nos aseguraría una prosperidad mental en la que esa idea desaparezca. Pero no sucede, en realidad parece que ese vacío propio de los hombres es lo que ha permitido que se levanten nuestras sociedades y que sobrevivan al paso del tiempo asegurándose un futuro en la existencia. Ese vacío y la incesante necesidad de llenarlo es una razón por la que se vive y en muchos casos es de manejo inconciente pues ¿A quién le gustaría pensar que todas sus acciones son tan determinadas por ese principio y tienen una función tan viciada como la de satisfacer un deseo?; y peor aún, ¿Quién disfrutaría de algo conociendo lo efímero de su condición?
Es tan fascinante pensar que toda la supuesta grandiosidad y racionalidad humana responde a un estímulo tan común, tan sencillo y tan manejado por cualquier aspecto de la realidad similar al de comer o al de beber. Una realidad de muy difícil negación ciertamente pues qué es la naturaleza sino un ambiente de selección que permite que lo más útil se imponga sobre lo inservible; no es como el herrero que con cada golpe forja a su gusto el acero de los soldados, que sabe como moldear y manipular su obra; la naturaleza solo experimenta al azar, trabaja con elementos sencillos que a la larga terminan por ser en extremo complejos…
El vacío es el estímulo, solo basta mirar por una ventana para apreciar el desenlace magnánimo del mismo. Parados en una azotea en la noche podemos mirar ahora la gran ciudad y mirar centenares de luces que se mantienen constantes hasta el amanecer, estamos tan cerca de ellas y somos tan parte de ellas que podemos mirarlas con pureza, sin contaminación, ya que la luz de las estrellas nunca las van a eclipsar.

Escrito por: Daniel Romero
@Vakdaro
Imagen: www.flickr.com